Amar a un hijo implica reconocer que un niño es un ser con derechos, no un potencial tirano al que hay que domar para que se someta a la ley del más fuerte, esto es, del adulto. El niño no es un tirano, y nunca lo va a ser. El niño depende emocional y físicamente de los adultos, y es responsabilidad del adulto hacerle la vida fácil al niño, y no al revés.
El niño no ha venido al mundo para estar calladito, sino para preguntar. No ha venido al mundo a solucionarnos problemas, sino a creárnoslos. No ha venido al mundo para que le digamos no, sino para que le demos el sí siempre que estemos en condiciones de hacerlo. No ha venido al mundo para servirnos, sino para que le sirvamos. Sí, repito, para que les sirvamos nosotros, porque somos nosotros quienes les hemos traído al mundo, ellos no nos lo han pedido. Y es nuestra la responsabilidad de guiar, cuidar y proteger.
La única formula infalible a la hora de educar a un niño es poner en la tarea todo el empeño y todo el amor posible. Entendiendo por amor un sentimiento, una energía, una fuerza generosa, altruista y desinteresada.
Una energía que sabe reconocer los logros de un hijo o una hija y le felicita por ellos, porque el niño necesita continuamente del estímulo, del aliento y de la motivación para seguir adelante. Que evita las burlas y ridiculizaciones y, más aún, las descalificaciones, aunque se expresen en tono de broma, porque sabe que la crítica – si bien es una actividad por medio de la cual se adquiere, con poco gasto, importancia – es propia de quien es débil por naturaleza e ignorante por pereza, pues solo el débil ataca a quien es aún más débil y solo el ignorante desconoce que la crítica hiere.
El amor requiere atención y tiempo para escuchar y ayudar al niño a resolver sus problemas y dificultades, que por nimios o insignificantes que nos parezcan a nosotros, para él son el centro de su vida. Jamás se ríe de ellos ni los juzga con condescendencia.
El amor busca la verdad y la autenticidad y, sobre todo, el respeto, y por ello, sus respuestas son siempre sinceras. Por eso detesta la mentira y, bajo ningún pretexto, espera de un hijo que mienta ante otros para hacer quedar bien a sus padres.
El amor no es orgulloso ni soberbio, es modesto y tolerante, escucha y dialoga, aprende de los otros. El amor no tiene inconveniente en reconocer sus errores y admitir sus equivocaciones, porque sabe que el que aprende de los errores es hoy más sabio que ayer. De la misma forma, el amor sabe señalar, con tacto y en su debido momento, los errores ajens, sin humillar jamás.
El amor es sereno y reflexiona a la hora de tomar decisiones o de establecer compromisos, pero no vacila a la hora de cumplirlos. El amor no exige, el amor negocia. El amor cree en el bien común y no en el “porque lo digo yo”
El amor no es colérico ni se deja llevar por la ira, no comete injusticias ni actúa sin pensar. El amor es calmado y tolerante, y sabe medir las consecuencias. El amor no castiga, el amor guía y enseña.
El amor es comprensivo porque reconoce las necesidades e intereses del niño, y por eso llega armado de paciencia, calma dulzura, y amabilidad. El amor dispone de todo el tiempo del mundo, y sabe esperar, porque a los que tienen paciencia las pérdidas se les convierten en ganancias.
El amor se toma las cosas con calma y siempre piensa dos veces antes de hablar o de actuar porque sabe que algunas cosas son irrevocables: la bofetada cuando se nos ha ido la mano, la palabra una vez dicha, la ocasión después de ida y el tiempo que se ha escatimado.
El amor sabe que la educación no se limita a trasmitir conocimientos, sino que también debería inculcarvalores. El amor respeta las diferencias de criterio pero busca un consenso alrededor del respeto, el diálogo, la paz, la justicia y la solidaridad.
El amor no ve al niño como un subordinado ni un inferior sino como un igual, por eso negocia y no exige, mucho menos obliga. El amor llega a acuerdos, no impone condiciones.
El amor no espera recompensas, no busca gratificaciones ni agradecimientos, no regatea esfuerzos, y no escatima tiempo. El amor no espera rentabilidad inmediata, pero se sabe a sí mismo como la mejor inversión de futuro. El amor no es despótico porque sabe que mantener la paz a fuerza de castigos puede enseñar a cumplir leyes, pero no enseñará nunca un criterio moral.
El amor evita cualquier actitud autoritaria, intervencionista o intrusiva, no se enorgullece de imponer su voluntad a toda costa ni de hacerse obedecer sumisamente. El amor no es jactancioso ni tirano, el amor no es dictador ni colérico, el amor pacta y escucha. El amor tampoco sobreprotege, no ignora ni asfixia la personalidad del niño. El amor no impone, guía. No exige, orienta. No somete, educa. El amor sabe que solo las personas dulces pueden mostrar auténtica firmeza, porque imponerse a base de gritos, amenazas y miedo es una señal de debilidad de carácter.
El amor es flexible, entusiasta y confiado. No intenta disciplina mediante el miedo, la culpa y el castigo, sino mediante el cariño, la persuasión y el aliento. El amor convence, no fuerza. Emociona y no altera. Jamás insulta ni hiere.
El amor canaliza sugerencias e iniciativas, pero no tolera caprichos ni tonterías ni mucho menos se las permite a sí mismo.
Si el amor impone normas nunca son arbitrarias, y será el primero en no saltárselas. Si el amor impone normas será por el bien común, no por hacerse la vida más cómoda a uno mismo a cuenta de hacérsela más difícil a un niño.
El amor se apresura resolver los conflictos y lo hace del modo más eficaz posible, es decir, de manera serena y reflexiva, utilizando siempre el diálogo e intentando convencer mediante argumentos racionales y no mediante imposiciones, ni mucho menos apelando al “porque sí” o el “porque lo digo yo”.
El amor es discreto y sabe guardar secretos, por eso inspira siempre confianza. El amor no quiere saber de nadie lo que no quieran decirle, y sabe que la discreción es una virtud tan importante como para que sin ella las demás dejen de serlo. Y sabe que solo puede ganar la confianza de aquellos en los que pone la suya, porque además el amor no pide lo que no da, y no exige de los otros cualidades de las que él carece.
El amor sabe escuchar y apreciar. No juzga, estima. No critica, evalúa. No calcula, valora.
El amor ve al hijo como a un regalo, nunca como una carga ni mucho menos como a un súbdito, y no espera del hijo que cumpla el sueño que el padre no pudo realizar. No ve a un hijo como a un bien, sino que espera ofrecer un bien a un hijo.
En ese sentido, el amor espera lo mejor, pero no la perfección, porque la perfección solo Dios la posee, en el caso de que Dios exista.
Y por último, lo más importante:
El amor a un hijo no exige amor a cambio, solo trata de ganarlo.
Del libro El Club de las Malas Madres
( Goyo Bustos Carabias y Lucía Etxebarria, mr Ediciones)
Texto de Lucía Etxebarria
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